Después de un intenso y fecundo veraneo exploratorio estoy en condiciones de anunciarles oficialmente que en el Caribe son más felices que nosotros. Son más pobres
(en general), tienen problemas sociales graves y sin embargo disfrutan de una mayor alegría.
Las Antillas mayores y menores
son el afortunado resultado de un cruce de culturas con toques africanos e hispanos que merecería la pena investigar. Cubanos o dominicanos, jamaicanos o portorriqueños albergan un gusto por la vida verdaderamente envidiable, que se concreta
en un evidente buen humor, una capacidad para bailar y cantar diariamente y un agradecimiento sorprendente hacia el mero hecho de estar vivos.
Lejos
de mí idealizar las cosas. Son países sin clase media, con una privilegiada casta rica, a caballo entre el Caribe y los Estados Unidos, y una inmensa base social pobre; son sociedades sin apenas estructura estatal y con mucha corrupción
y machismo, en los que los hombres abandonan a las mujeres y las dejan solas con la prole. Pero hace tiempo que vengo reflexionando sobre el hecho de que lo contrario –más justicia económica, menos desorden social y más riqueza–
no parece garantizar la alegría ¿Será verdad, al final, que el bienestar económico no da la felicidad?
En
Santo Domingo, este verano, he tenido experiencias de una gratuidad en el trato y un desprendimiento que aquí serían inimaginables. Y he asistido a escenas incomprensibles para un europeo: madres jovencísimas, tirando del caballo de un
turista, mientras cantan canciones alegremente; gente que te regala su compañía o sus cosas sin esperar nada a cambio, y operarios que son lentos en su trabajo pero que acuden volados a ayudarte porque se lo pide un amigo.
Es verdad que en el Caribe la feracidad de la tierra impide que haya miseria, pero no faltan atolladeros ni desvelos ¿Por qué, sin embargo, la gente está
contenta? Desde que he regresado a Europa he tenido que cerrar un par de novelas que amenazaban con deprimirme hasta el hastío y compruebo otra vez que hablar con los demás o escuchar las noticias es exponerse a un chubasco de quejas amargas.
Es como si nuestro Viejo Continente estuviese cansado.
Me dice mi amigo Antonio, de Almería, que un estudio sobre
la secularización indica que algunos países muy baqueteados por la falta de esperanza están saliendo adelante muy poco a poco (Holanda, Francia) y que otros, tradicionalmente esperanzados, están en lo más hondo de la secularización,
concretamente Italia y España.
Me pregunto si este dato tiene que ver con lo anterior ¿Podría ser que
nuestro país hubiese apostado erróneamente por el materialismo y lo estuviese pagando con falta de alegría? Sólo eso me permite explicarme que países más pobres y con mayores dificultades tengan ciudadanos más
contentos. Habría que preguntarse qué extraño mecanismo del alma nos hace tan difícil celebrar diariamente este precioso regalo de la existencia.
Cristina López Schlichting